Noche de chicas: contra el feminicidio
- Argelia Martínez
- 17 ago 2019
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 24 ene 2020
Una joven se aposta en la cima de las letras gigantes color verde que adornan la Glorieta de los Insurgentes; el silencio imperante es quebrado por un grito eufórico; las cámaras apuntan hacia ella, la masa ondea en el aire pañuelos verdes y morados y pancartas en las que pueden leerse “No me cuidan, me violan” “Mexicanas al glitter de guerra” “Nos están matando y tú no haces nada”. Las bengalas de humo color púrpura y rosado revientan y con cada cántico la excitación aumenta. Después de un rato algunas gotas de lluvia nos recuerdan que llevamos aquí más de una hora: “¿Nos vamos a mover? ¿Aquí nos vamos a quedar? ¿Vamos hacia el Zócalo o hacia el Ángel?”. Ahora ya hay más de una muchacha encima de las letras de CDMX; gritan mucho, pero ninguna lidera.
Ninguna de nosotras exclama una orden, pero el contingente empieza a avanzar. Los gritos retumban en cuanto salen del túnel. En las paredes aparecen pintas y pegatinas nuevas: como una enredadera que crece con cada paso que da el contingente.

Primera parada: la Secretaría de Seguridad Pública de la CDMX. Policías mujeres resguardan el edificio: “miren nada más qué astutos” Hay un par de cristales rotos en la estación del metrobús. Nada grave. A no ser por la mujer que yace en el suelo esperando ser auxiliada por los paramédicos. Al parecer, el hecho de mirar que las manifestantes rompían los cristales la impactó de tal manera que, se desmayó. Qué ganas me dan de decirle que no se asuste, que todo lo que hacemos es por ella, por nosotras.
El contingente continúa su camino, empieza a disgregarse: unas por aquí y otras por allá; da la apariencia de estar disuelto. “¡Qué coraje con esta gente que no apoya! ¡Y, para acabarla de fregar no nos sabemos organizar… ya mejor me voy a mi casa!” Algunas de las chicas que vinieron a la marcha anda deambulando por las calles de la Zona Rosa. Las identifico por su pañuelo verde y su rostro lleno de brillantina.
Según yo iba a tomar el metro, pero... una amiga me mandó un mensaje por WhatsApp: “córrele a Insurgentes, están desmadrando la estación: ¡yeiii!”. Y, ahí voy. Llego al sitio y me percato de que efectivamente, el contingente sigue unido. En la avenida hay participantes activos en la marcha, reporteros, paramédicos, transeúntes, infiltrados, granaderos, vendedores; algunos graban con el celular, otros corren con su cámara fotográfica, y algunos más hablan por teléfono para contarle a un familiar lo que está pasando. La estación en donde normalmente cada mañana la gente toma el transporte para ir a trabajar, es ahora un campo de guerra donde hay que cubrirse los ojos para que no le caigan los trozos de vidrios que botan por todas partes.

El humo de colores es sustituido por el humo grisáceo de los petardos; la diamantina rosa se mezcla con los pedazos de cristal y las mujeres que, momentos atrás realizaban cánticos, ahora -al rededor del fuego que le han prendido a algunas partes de la estación del metrobús- se desgañotan para mostrar su enojo. Para ellas, en el fuego no están ardiendo los carteles sino aquellos que tanto las violentan: esas figuras masculinas contra las que vociferan a viva voz: “el patriarcado no se va a caer, lo vamos a tirar” “qué ardan los machitos” “verga violadora a la licuadora”.

Al parecer ya no hay más que destruir aquí; empezamos el viaje a un nuevo destino: El Ángel de la Independencia. Pero antes de llegar hasta allá realizamos, una pequeña parada en La Estación de Policía “Florencia”. La enredadera de pintas y pegatinas se extiende y, ahora, entre sus ramas, también lleva varios parabrisas rayoneados, bardas destrozadas y autos abollados. Entonando el grito de: “somos malas, podemos ser peores y al que no le guste se jode se jode”, el contingente avanza por la calle Florencia. Varios locales bajan sus cortinas y los policías hombres esconden la cara; un grupo de mujeres se las busca a punta de gritos: "¡violadores!, ¡violadores!, ¡violadores!".
La Estación de Policías ahora da la apariencia de tener años de abandono, pero, en realidad, todo el deterioro que muestra fue creado en tan solo unos minutos. El ataque sigue: los vidrios retumban al ser golpeados; en el primer piso arde fuego y las paredes -antes blancas- ahora están llenas de pintura. Los ánimos no disminuyen, al contrario, todas se alientan unas a otras. De repente aparecen patrullas en el lado sur de la calle Florencia, el miedo suprimido hasta este entonces sale de su jaula y desemboca en una estampida que corre hacia la avenida Reforma, a muchas se les agita la respiración y les tiembla el cuerpo, Pienso: “¿Así se sentirá ser perseguida y acorralada?”. Otras se vuelven aún más violentas con la presencia de los policías.

Nuevamente mujeres policías se despliegan formando barreras humanas. Tan solo basta verles el rostro para saber que tienen tanto miedo como nosotras. Me pregunto cuántas de ellas han sido abusadas, golpeadas y violadas en sus casas y trabajos. Con gritos entrecortados de cólera y rabia varias mujeres de la marcha le espetan a los elementos policiales: “hermana, esta es tu lucha”. Pero en este escenario cada una está cumpliendo su papel. La jefa de gobierno de la CDMX cumple el papel de “no caer en provocaciones”. Algunas jóvenes intentan tranquilizar a la turba y piden que no se separen, porque ya saben lo que pasa cuando atrapan a una que está sola.
La arquitectura neoclásica de El Ángel de la Independencia es rayada con pintura en aerosol y en sus orillas arden llamas efímeras; tan efímeras como esta marcha que, para mí y para muchas va llegando a su fin pues, la noche sigue avanzado y es hora de volver casa.

Empezamos el camino de vuelta a nuestros hogares, dejando atrás las calles destruidas. Siempre con el paso acelerado, la mirada puesta en las dos aceras y tras la espalda. Pensando: ojalá y en el camión no vayan solo hombres o peor aún, que vaya vacío, y que aún haya gente en las zonas oscuras que debemos cruzar todas las que nos dirigimos a nuestras casas. Regresamos sin permitir que el miedo a desaparecer, a ser violada o a morir esta noche nos paralice. Nos imponemos a ese temor de convertirnos en 1 de las 9 mujeres que en las próximas 24 horas serán asesinadas o aquella mujer que dentro de las siguientes 4 horas será violada; ese miedo que puede verse en la mirada de cada mujer que asistió a la marcha: en los ojos de las policías, en los de las comerciantes y en los de las transeúntes. El mismo terror que debió haber sentido Giselle Garrido antes de ser violada y asesinada por el dueño de un café internet, Lesvy Romero antes de ser colgada de una caseta telefónica o Daniela Ramírez Ortiz cuando un taxista la internó en los bosques de Tlalpan, donde 53 días después apareció su osamenta. El miedo que sintieron las mujeres que ya no están y que hoy nos hicieron salir a la calle. El miedo que todos los días embarga a las mujeres que habitan este, "El País Feminicida".
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