La iglesia a la que se va a todo menos a rezar
- Abisales
- 24 oct 2019
- 4 Min. de lectura
|Por David Ortega|

No sé si fuimos al cielo o al infierno, pero al menos se sintió como tal. En esa noche oscura, creció el poder de un sueño. Cuando bailábamos en la pista, creábamos un imperio. Yo era ese beat que se movía al sonido de la música. Una música pop como si fuera de otra dimensión. Sentía la energía, sentía el calor, el miedo y la preocupación.
Esa noche fuimos arrojados al gran dragón, a la serpiente antigua que se llamaba como el diablo y el cual engañaba al mundo con bestias salvajes encarnados ahora en humanos bailando. Esa noche fuimos arrojados a la perversión de La Purísima.
Caímos en manos de uno de los bares que reinan a la Ciudad de México. Una ciudad que vive más de noche que de día. Que no pide permisos, que sólo pide perdón. Que resguarda entre sus aposentos los sitios más raros y pocos comunes pero que son tan concurridos por sus visitantes que no les molesta hacer fila por entrar a sus antros favoritos.
Esa noche éramos uno con la ciudad. Llegamos a República de Cuba. Saliendo del metro Bellas Artes de la línea verde. Tan feo por fuera que retienen a vagabundos durmiendo en la calle. “Una moneda, por favor”. “Ya se van de locos, verdad”. Presencias extrañas que uno tiene que aguantar para llegar a aquella iglesia en la que sirven perlas negra de a tres por dos y margaritas de a treinta pesos, con sus chelas de siempre veinte pesos. Con una fila afuera de unas setenta personas, ochenta por lo mucho que empieza desde el local 17 de República de Cuba —que de Cuba no tiene nada— hasta la vuelta en la esquina de Donceles casi a llegar a Eje Central.
Al fin dentro de la “misa”, el Dj que toca desde Ana Bárbara, a Lady Gaga, Molotov, hasta los Ángeles Azules y Cumbia Kings. Así es la Purísima. Uno de los antros gay más icónicos de la ciudad que no pide permiso. Un bar que mantiene la tradición por años con una decoración de espejos, candelabros de cristal y peluche rosa.
Hipsters, mirreyes, mirryes, hipsters, reggaetoneros, selectrosos, sugardaddy, sugarbaby, chakas, negros, blancos, mayates, muscolocas, twinks, heterosexuales, lesbianas, bisexuales, drags, políticos, sacerdotes. Entre sus paredes se ve de todo.
Para aquellos en que la noche empieza tarde, el precio para sacar los pecados o más bien crecerlos es de cincuenta pesos. Desde que entras la noche ya no es oscura, es de lentejuela. Lo primero que tus ojos ven son esos espejos montados entre luces de león que hacen ver el lugar con una entrada mucho más grande. Son tres colocados entre sí, con luces naranjas y azules lo que lo hacen atractivos para los que toman un minuto para tomarse una fotografía antes del apocalipsis.
El mayor visual de La Purísima era una estatua de Cristo dorada, crucificado como en las iglesias pero ahora con arneses y tacones. Su mirada no es triste sino más bien un poco espantada de todo lo que ve hacer a los purísimos. La metáfora más sublime del sufrimiento ahora no sólo era una decoración, era una representación de la luz –neón rosa–. Se cambiaron los coros de las iglesias por canciones como “Im So Excited” de The Pointer Sister, “Material girl” de Madonna, “Problem” de Ariana Grande hasta “Suavecito” de la Tesorito.
Entre más caminas más estrecho se siente todo. El frío de la ciudad del pecado quedaba atrás para dar paso al génesis del sudor y calor humano de las personas que bailaban pegadas unas a otras. Hombre con hombre. Mujer con mujer. Hombre con mujer. Infinitas combinaciones. Besos de novios. Besos de tres. Gente bailando en el tubo debajo de más luces rosas de neón a lado de un letrero que decía “No mi ciela”. En esta misa si se ponía atención a lo que pasaba dentro y no afuera.
La distribución de la iglesia va de dos pisos con un aforo de 500 abajo y 200 arriba o eso decía el letrero debajo del de “Perlas negras 3x2”, pero de seguro cada noche lo superaba. Tres barras en total, igual que La Puri original que abrió hace casi diez años atrás.
La decoración seguía cambiando las pinturas de la Virgen María por dos sacerdotes besándose entre ellos, ambos lamiendo un cirio pascual. Una pared con treinta seis dildos de cristal que cambiaban de luz de color. Primero rosa, luego azul, al final rojo y amarillo. Por cualquier lado que mires hay fetiches sacrílegos. Vitrales neón en las columnas simulando a Adán y Eva sólo que aquella mujer del edén tenía un pene de fuera. Cruces puestas al revés. Y en la parte de arriba “La morenita” de luces azules con su típica pose de las manos juntas, rezando por los pecadores de la noche.
Ya en la barra, le puedes pedir un cartón a Julio, el barista. Una turbo chela para comenzar. De esas que le pegas en la parte superior para que la espuma salga y “pegué” más rápido, mientras escuchas como el dj pone “Born this way” de Lady Gaga, seguidos de los sets joto-alternativos. Aunque bailar puede ser complicado entre los codazos involuntarios y los pisotones, la gente encuentra forma para perrerar hasta el suelo.
Año con año, la iglesia sigue con sus puertas abiertas recibiendo a bugas, closeteros, curiosos, políticos, maestros, reservados, o cualquier tipo que regresa por su música y buenos precios.
Aunque no sabemos si La Purísima sea el cielo o el infierno, pero se siente como una mezcla de los dos. Este antro pasó a ser un impulsor para descentralizar la vida nocturna LGBT, concentrada en la Zona Rosa y dejar cada vez más atrás los estereotipos y prejuicios que incluso han acabado con la vida de personas.
Entre estos pisos se respira tranquilidad. Se disfruta versatilidad. Nadie juzga por subirse a bailar al tubo y ni a aquellos que les gusta “jotear” encarnados en el cuerpo de una Drag queen. En este paradisio-infierno-utopía quedan atrás esas inseguridades. Y el orgullo suda como cada gota al bailar.
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